Morelia, Michoacán. (OEM-Infomex).- Es el filo del mediodía y un mar de automóviles parecen inamovibles sobre la avenida Lázaro Cárdenas. Es una suerte de pintura urbana, un lienzo paisajista que refleja la actualidad de una urbe que hace no tantos años era un pueblo, pero que poco a poco fue creciendo como crecen los hijos, que de la infancia pasan a ser adultos arruinados por los problemas propios de su edad.
Morelia, fundada bajo el nombre de Valladolid el 18 de mayo de 1541, es un pequeño monstruo de mil cabezas que no se parece en nada a lo que veían personajes como el Virrey de Mendoza, Juan de Alvarado, Juan de Villaseñor y Luis de León Román. Ellos han quedado inmortalizados con el nombre de calles y avenidas, pero quienes vivimos aquí, sabemos que en pleno siglo XXI y en medio de una pandemia esta ciudad a veces es, diría el Lobo Estepario, solo para locos.
El tráfico sigue parado, pero si alguna vez se mueve, avanzará sobre esa enorme tripa que nos lleva al Mercado Independencia, uno de los puntos más concurridos sin importar la hora ni el día de la semana. A esas alturas también está el Auditorio Municipal, que no sería lo mismo si en sus alrededores no se instalara lo que cualquiera de nosotros conocemos como “El Audi”, el mercado de pulgas más grande de nuestro terruño, donde lo mismo podemos encontrar un martillo que una motocicleta tal vez robada una noche anterior.
Mientras nada se mueva en esta masa de conductores impacientes, habrá tiempo para pensar cuántas Morelias pueden cohabitar en una sola. La Morelia de las escuelas que ahora están cerradas, esas que también provocan caos vial cuando los padres de las criaturas hacen doble fila para abandonarlas temporalmente.
Aunque hay escuelas de todo tipo: las costosas que incluyen educación bilingüe, las públicas donde el niño y la niña deben llegar en combi, sin importar que tengan nueve años y alguien se los pudiera robar.
Tal vez hoy muchos de esos automovilistas decidan visitar un bar y también ahí habrá clases sociales. Los más pudientes irán a una zona promovida como La Nueva Morelia; ahí, donde hace poco solo había cerro, hoy se levantan antros lujosos con acceso restringido a los que se llega por un asfalto que precisamente partió en dos a una zona antes protegida.
En cambio, la otra tribu preferirá ahogar sus penas en el Memphis, en La Burbuja, en El Búnburys, en el Willis y con Herme, ese sitio donde se han escrito las historias más sórdidas protagonizadas lo mismo por forajidos peligrosos que por juniors envalentonados que no han medido el tope de sus borracheras.
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Ese camino atestado por máquinas en marcha también puede conducir a una de las plazas más viejas de Morelia: La Soterraña, construida en el siglo XVIII para honrar a la Virgen de la Soterraña, también conocida como Nuestra Señora de Nieva.
Sin embargo, en las esquinas de este lugar hay mujeres que no son precisamente vírgenes, sino maduras vendedoras de sexo por minutos, sesentonas que deben seguir lidiando con la vida y no les ha quedado más remedio que ir acompañadas al hotel con un hombre también entrado en años.
No son las únicas veteranas que ejercen el oficio; las hay también en plazas como Carrillo y El Carmen, espacios que conforme transcurren las horas pasan del paseo familiar a la búsqueda apremiante de placer prohibido.
A pocos pasos de ahí podríamos llegar a la calle Andrés Quintana Roo para comprar un gazpacho de El Güero, una tradición culinaria exclusiva de la Morelia del rostro amable, el extraño postre híbrido que origina videos en YouTube de extranjeros fascinados con la fruta, el queso, la sal y el chile.
Hace algunos meses esta ciudad parecía muerta. Salir a sus calles era encontrarse solo con el viento y advertencias del peligro desatado por el virus. Hoy la pandemia ahí sigue, pero por alguna razón ya no le hacemos caso: la vemos de reojo, la metemos debajo de la alfombra, como hacemos con tantas cosas en este pueblo grandote y desordenado.