Morelia, Mich (OEM-Infomex).- La primera vez que Elena Ponce acudió a una marcha del 8 de marzo en el marco del Día Internacional de la Mujer, en Morelia, experimentó una montaña rusa de sensaciones. Lo primero fue la emoción, luego vino la adrenalina, y con ella la euforia.
Todas las sensaciones se derivaron por encontrarse con cientos como ella, así como un “peso” grande por ver a muchas madres en la búsqueda de sus hijas y también una especie de electricidad que le recorría el cuerpo.
“Yo sentí escalofríos en la piel en cuanto vi a las madres porque me di cuenta que eran las que más gritaban en el trayecto, de verdad se notaba un coraje. No aventaban piedras ni rayaban las paredes como tanto nos critican, pero sí había gritos de rabia y si alguien se les ponía enfrente, ellas arrasaban con todo”.
A cada grito que emitían por la avenida, Elena recuerda que la percepción era de generarse un empoderamiento, pero al mismo tiempo lograban transmitir el dolor al grado de que se sentía como propio, “entonces también yo gritaba y lo hacía con más fuerza, recuerdo que con mis amigas decíamos que la sensación era muy cabrona”.
Durante el recorrido, señala que en las aceras no faltaban las miradas de quien no entendía nada o que simplemente escondían prejuicios por la movilización que transcurría ante sus ojos. Pero había otros gestos de aliento, como el de aquella señora que trabajaba en un hotel y al escuchar los alaridos, abandonó su puesto para solidarizarse al grito de ¡Fuerza, hermanas!
“Había quienes nos decían que lo hiciéramos por ellas que habían callado tanto tiempo, entendí que era una liberación para muchas mujeres que no tenían ese acceso o porque a lo mejor ya no podían marchar”.
Con el pasar de los minutos, la intensidad fue ascendiendo y en algún punto todo llegó a inclinarse hacia el caos como consecuencia de que un sector decidió pasar a la acción directa y romper los cristales.
En esa primera vez, Elena relata que el miedo fue inevitable y que no les quedó de otra que ponerse en estado de alerta para saber qué hacer en caso de que los cuerpos policiacos tomaran la decisión de reprimir a los contingentes.
“Cuando llegamos a las afueras de Palacio de Gobierno, se dio lectura al manifiesto y el nombre de aquellas que ya no están, yo para ese momento ya estaba llorando porque sentí lo que podían estar viviendo, lo que he pasado como mujer en muchos aspectos como la violencia de género, la cuestión del sexismo y recordé a mi hermana, mis primas y a todas las que han sido víctimas”.
En estas idas y venidas de emociones, Ingrid María Caro Saucedo coincide con Elena Ponce. Expone que siempre ir a una manifestación feminista implica vivir momentos fuertes, pues le resulta imposible no ir pensando en esa mujer, en su vida y en la situación en que se encuentra la familia.
“Yo recuerdo cuando fue el feminicidio de Ingrid, iba con una amiga gritando y de repente ella me mira y yo ya estaba llorando porque es muy difícil gritar tu nombre, es un sentimiento desagradable, un nudo que se te crea en el estómago y hasta malestares físicos”.
Pero también está la otra parte, abunda, pues al llegar a una marcha es encontrarte con mujeres que, pese a no conocerlas, hay un entendimiento con ellas y sabes que si están en ese mismo lugar que tú es por algo y que puedes contar con su apoyo.
Caro Saucedo enfatiza que una movilización implica además una parte de responsabilidad, el entender que siempre existirá un riesgo y que si llega a pasar algo, se debe accionar los protocolos para proteger a sus compañeras.
En este sentido, Erika Huacuz González explica que, la organización de 8M en el caso del colectivo Matrioska, empieza con tiempo de anticipación, lo que desemboca en un desgaste físico y emocional por la demanda de tiempo que requiere.
“Lo hacemos porque tiene un objetivo que es el que te hace levantarte, entonces nosotras solemos tener actividades previas, reuniones, conversatorios y otras dinámicas de agitación. Cuando llegamos al día sí hay un cansancio, pero a su vez, es muy chido porque no lo estamos haciendo de manera obligada”.
Con el paso de los años, la activista expone que ha ido aprendiendo sobre las cosas que pueden suceder en una marcha, pero aclara que eso no la exenta del miedo ante las acciones que se les pueda ocurrir a los órdenes de gobierno.
“Pero en general, lo que se vive es la alegría contagiosa, pues una marcha sí es de mucha catarsis, de gritar las consignas y te da una especie satisfacción el saber que no estás loca, que no estás sola y que hay muchas mujeres saliendo a las calles a denunciar lo mismo que tú”.