Morelia, Michoacán (OEM-Infomex).- El hombre era todo incomodidad. Aunque a su lado perfectamente se podían acomodar un par de personas más, él no mostraba ni un mínimo de interés por recorrerse. A consecuencia de tal postura, la combi verde 4 transitaba aparentemente llena, con ventanas selladas y todos sostenidos en un pasamanos de dudosa higiene.
“¡Aquí me bajas, por favor!”, gritó en tono molesto el intratable hombre. Segundos después todo cobraría sentido, cuando con mirada arrogante se acercó a la ventanilla del copiloto: “Oye amigo, sólo una cosa, te estás excediendo del aforo permitido para las combis. Yo soy de Cocotra, te pido que me proporciones tu nombre”.
Tras darse cuenta de su infantil error, José Olmeda continuó su ruta lamentándose con el pasajero que la hacía de copiloto y que al mismo tiempo se convirtió en el hombro de consuelo. “Le di mi nombre y ni siquiera se identificó, mejor me hubiera arrancado”, decía el chofer con un dejo de resignación. “No te va a hacer nada”, le animaba el otro.
Los días a bordo del transporte público se han convertido en foros de debate, de diferencias. Que si el de enfrente no trae bien puesto el cubrebocas, que si aquella exagera por usar gel antibacterial para todo, que el chofer ya no debería subir a nadie, que si todos tenemos derecho a usar las unidades. Todo gira en torno a un virus que nadie termina de entender.
Luego están las conversaciones, el familiar que murió por Covid-19, el “a mí no me tumbó”, que al vecino de mi amigo lo mató en un día, que no es cierto, “que por qué a los indigentes no les pasa nada”. En un mismo espacio, de no más de dos metros, todos los días conviven el miedo y la indiferencia.
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Ramón Ponce conduce su camión de la Paloma Azul y no tiene reparos en decir que si hay la posibilidad, no dudará en llenarse de pasajeros. Sabe del riesgo de los operativos de Cocotra y de la Policía Municipal, pero también contrarremata argumentando que la situación no está para dejar escapar ganancias.
Con un rostro de los que se suelen llamar como “bonachones” y de sonrisa constante, Ramón explica que como dueño de la unidad tiene tres meses sin pagar los 20 mil pesos de mensualidad a la arrendadora, simplemente “porque no se junta ese dinero”. Dice que ya luego se arreglará en los tribunales.
Es su justificación. Sin reparos, otra vez, alardea que “francamente” eso de la sana distancia no lo cumple. “Si lo puedo llenar, lo voy a hacer güey, es la única manera que tengo para seguir sacando los gastos de la casa, no de pagar el camión, de la casa solamente. Así de ese tamaño está la crisis”.
Para demostrar que sabe de lo que habla, comienza con un periplo de porcentajes y estadísticas. “Sí estamos trabajando un día sí y al otro no, pues eso reduce las ganancias. En términos globales sería un 75 por ciento menos de ingresos, ya sea por día o semana, como lo quieras ver. Y de ese 25 por ciento, le das preferencia a la casa”.
Cuando comenzó la pandemia, lidiar con usuarios que no querían portar el cubrebocas era lo cotidiano. En esta segunda ola de contagios donde ya se habla de una saturación de hospitales y déficit de oxígeno, Ramón celebra que los conflictos por esa cuestión ya son en menor medida. “Cuando a alguien se le olvida se nota, o sea que no lo hacen por chingar, guey”.
En la roja, verde, gris, amarilla, azul… el Paloma Azul, Centros Comerciales, Prados Verdes, Panteón… la gente se observa por encima de un cubrebocas. La ironía de un virus: antes se creía que para comunicar, era estrictamente necesario hablar. Ahora se ha aprendido a decir mucho con la mirada. En una de esas y Covid hasta nos vuelve a humanizar.