Morelia, Mich (OEM-Infomex).- Un, dos, tres, va… “No tengas miedo porque soy de Sinaloa / Y en vez de un antro te lleve a bailar tambora”. La música retumba y nadie duda. Como si se tratara de un acto protocolario, de inmediato todos se paran a bailar. Son cinco músicos los que se adueñan del escenario, están en el segundo piso del lugar y se hacen llamar el Awaje Norteño. Es jueves, El Sinaloense registra un aceptable aforo y esta noche las mujeres tienen barra libre.
Antes de ingresar al lugar que se presenta como antro-bar, los elementos de seguridad hacen revisiones exhaustivas. Te piden que te desprendas de la chamarra, que abras los brazos, te toquetean sobre la espalda, las costillas, la cintura, los bolsillos y hasta los talones. Ahora sí, “que te diviertas”.
Ubicado en la salida a Quiroga, justo frente al puente vehicular, El Sinaloense es uno de los centros nocturnos de Morelia que tienen la etiqueta de “buchón”. El interior se adorna con cuadros de Buchanan's 18 y Cognac Hennessy. Hay pantallas en los techos, un juego de luces y los meseros dan la bienvenida anunciando las promociones disponibles.
A eso de las once de la noche comienza la música en vivo. El vocalista se cuelga un acordeón y al saludar exhibe un acento -fingido o no- al estilo de Culiacán. El encargado de tocar la docerola lleva una tejana, camisa, pantalón y botas negras. Sobre su cuello lleva un colguije de Cristo que parece estar bañado en oro. A comparación de sus compañeros, desde la primera canción baila y requintea con una actitud que demuestra que ama el género que toca.
“Había cerveza y perico”, “con las armas en la mano”, “me persigue el gobierno” … las letras con franca referencia a la narcocultura son constantes y la pista de baile se vuelve una pasarela de minifaldas y vestidos. Hay quienes están en el lugar con el sencillo objetivo de pasarla bien, mientras que otros no pueden negar ni ocultar su simpatía cuando el bar se inunda de corridos.
Para Azucena Lemus Aguirre, quien presentó su tesis de maestría bajo el título El narcocorrido, libertad de expresión o apología del delito, México es un país cuyo tejido social es un “caldo de cultivo”, lo que genera que la narcocultura se vuelva tan atractiva para los jóvenes, quienes visten también dependiendo de su condición social, pues mientras algunos usan jeans, camisa de cuadros y botas, están los que han optado por la tendencia de llevar ropa de marca, sobre todo estadounidense y de diseñadores famosos.
“Muchos de los jóvenes no quieren ser narcotraficantes, pero sí aparentarlo porque saben que esta figura atrae poder. La narcocultura, o subcultura como le llamo yo, tiene que ver con el tener antes del ser. Es decir, el narcotraficante busca un reconocimiento social, ese lugar que le ha sido negado por la estructura y que tiene que ver con el abandono social, la falta de oportunidades, la pobreza y el obtener dinero fácil”.
En esta idealización que se fortalece a través de la música y las series de televisión, la maestra en Derecho a la Información detalla que en su investigación pudo entender que existe un sector de la sociedad que pretende imitar el estilo de vida de la narcocultura que se caracteriza también por la violencia, la opulencia y un exacerbado machismo donde las mujeres tienen pocas posibilidades de fungir como líderes, y si lo son, es bajo condiciones similares a la figura masculina.
Bajo esta visión de vida, la gente que se liga al mundo del narcotráfico se convence de que prefiere tener cinco años llenos de lujos a toda una vida de pobreza. “El dinero es el que les da ese reconocimiento social en sus comunidades, es el don a partir de que ya posees una camioneta, a que puedes patrocinar la fiesta patronal y a que te observan con mujeres”.
Azucena Lemus concluye en su trabajo que el narcocorrido sí hace apología del delito, pues si bien términos de Derecho es complejo demostrar que la manifestación musical provoca que el sujeto se exalte al grado de que lo lleve a cometer un acto ilícito, considera que estas expresiones alaban los hechos delictivos desde el momento en que se idealiza la vida de un narcotraficante.
Cuando la madrugada ha alcanzado a El Sinaloense, las solicitudes de canciones son insistentes. Los meseros van y vienen con servilletas que son dirigidas al Awaje Norteño. En la parte más alta del lugar y alejados de todos, un tipo con un collar de la Santa Muerte convence a los músicos de que toquen alrededor de su mesa al tiempo de que él baila y se besa una y otra vez con su acompañante.
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Durante tres canciones, la banda ofrece un concierto prácticamente privado. Pasa de las tres de la mañana, pero muy pocos dan señales de quererse marchar. Nadie se apresura con las cuentas. Simplemente en los ventanales del lugar se han bajado las cortinas para que la fiesta continue, mientras que el Awaje sigue cantando a todo pulmón: “Échenme loquera y una de Buchanan's / Por si hay otra vida / Seguir la parranda”.