/ sábado 30 de mayo de 2020

Sepultureros trabajan entre la muerte y el dolor

Jesús Sánchez y Adrián Ruiz suman entre ambos 45 años realizando esta labor en el Panteón Municipal de Morelia

Morelia, Michoacán (OEM-Infomex).- Mientras los familiares dirigen porras y canciones en honor a Esmeralda, un grupo de cinco sepultureros se apresuran a terminar el “servicio”. Con la mezcla previamente preparada, van colocando uno a uno a los ladrillos. El proceso les lleva un tiempo aproximado de 12 minutos. Tras concluir, no dicen una sola palabra, simplemente hacen un ligero gesto a los presentes y se marchan.

Jesús Arturo Sánchez González lleva 20 años trabajando como sepulturero en el Panteón Municipal. Se justifica, dice que no es que sean fríos, sino que más bien están acostumbrados a la muerte, como la muerte a ellos. Explica que en ocasiones tienen el trabajo saturado y deben hacer los entierros en tiempo récord.

Si se le pregunta si después de 20 años todavía se conmueve, admite que solo cuando se trata de niños. “Ahí sí hay un nudo en la garganta”, confiesa. Pero cuando la muerte alcanza a personas mayores, considera que es distinto, como más normal.

Jesús no recuerda cuál fue primer entierro ni tampoco su primera exhumación. Ríe y dice que eso fue hace muchos años. “Todos son lo mismo”, sentencia. Lo que sí, asegura, es que nunca dejan de portarse serios con los familiares, de mostrarles el respeto que la ocasión amerita.

Al Panteón Municipal ya no le queda espacio. Todos los lotes están ocupados y en tierra no cabe nadie más. Ahora solo están disponibles las gavetas, donde los cuerpos permanecen por un periodo de 6 años, posteriormente son exhumados y los restos son entregados a los familiares.

Pese al evidente abandono en que se encuentran algunas tumbas, la categoría de perpetuidad impide que sean espacios liberados. Jesús dice que es inevitable no pensar en la muerte, en el momento en el que a ellos también les tocará.

¿Qué es la muerte?, se le pregunta. Titubea, dice que está difícil el cuestionamiento. Reflexiona unos segundos y concluye que es cuando uno descansa, cuando ya nada vuelve a ser igual porque dejará de convivir y ver a toda la gente.

Todos pensamos en eso, sobre todo nosotros como sepultureros. Aquí lo que marca la diferencia es el tener un lugar para ser sepultado y ya no andar sufriendo, porque nos toca ver a familias que batallan por no hallar espacio o porque no les gustan las gavetas

Pero nada. Jesús afirma que ser sepulturero es como todo, como cualquier otro trabajo. Y alguien lo tiene que hacer. Eso sí, confiesa que siempre sigue al pie de la letra el consejo que todos los días le da su familia: “Llévatela tranquila, para que todavía no te toque”.

“Ahí estaré con ellos”

“Ya me voy mi niña”, con esa frase se despide de ella todas las mañanas y con un beso de por medio sobre la imagen. Adrián Ruíz Melgarejo aclara que no es devoto, pero admite que es un proceso que le gusta hacer todos los días con la Santa Muerte.


Sabe que es lo único real y seguro que tienen todos los seres humanos: la muerte. Dice estar tan familiarizado a ella, que no le da miedo. De repente piensa en la manera en que se irá, pero hasta ahí. Tiene 56 años de edad y 25 de trabajar en el cementerio.

Este trabajo, apunta, te hace resignarte a lo que prosigue. “Al panteón llega de todo” dice que es la ley de vida. Piensa que uno debe estar preparado, tener su lugar listo. Aunque su familia le refuta argumentando que eso es “estarse adelantando”, él lo mira más como una medida de prevención.

Adrián no acepta que se diga que los sepultureros no entienden el dolor ajeno. En el mismo Panteón Municipal, cuenta que tiene enterrado a su hijo, a su madre y a un hermano. “Yo ya pasé por eso, cómo no voy a saber lo que se siente”.

Cuando comenzó a trabajar en este lugar, fue designado para el área de mantenimiento, pero comparte que siempre le llamó la atención lo que hacían los sepultureros. Insistió por varios años, hasta que en el año 2000 fue removido y designado para enterrar y exhumar muertos.

Desde su primer servicio, confiesa que no le costó adaptarse y que difícilmente se sorprendía. A lo mucho, quedó perplejo cuando miró un cuerpo que provenía de los Estados Unidos y que se mantenía intacto pese a los años transcurridos.

Pero también habla de las consecuencias, como aquella vez que adquirió una infección por su permanente contacto con cadáveres. “La realidad es que tenemos poco equipo de trabajo, no hay lo adecuado. En una ocasión, tras terminar una exhumación, me comencé a sentir muy mal, tenía mareos y no podía mantenerme en pie”.

Al asistir al médico y luego de los estudios pertinentes, el diagnóstico fue contundente: su cuerpo poseía 6 millones de bacterias. La atención en el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) fue insuficiente y por fuera terminó gastando cerca de 10 mil pesos.

Los espíritus y situaciones anormales, es otra cosa a la que se deben acostumbrar los panteoneros. “Alguna vez estaba sacando un cuerpo de una capilla y al momento de jalar el ataúd, sentí mucho escalofrío, como si alguien me quisiera agarrar. Me vine para atrás, pero lo que hice fue hablarle, decirle que no le iba hacer nada, que solamente estaba reacomodándolo para que pudiera descansar junto a sus familiares”.

Ante lo inexplicable, considera que solo queda hacer caso omiso, “no sacarte de onda” porque si no sería imposible seguir trabajando en esto. Adrián refiere que el cerebro de un sepulturero trabaja a mil por hora, pues al llegar a casa, es inevitable repasar lo sucedido en el día: los llantos, las voces y lamentos.

Pero también se hace costumbre. Confiesa que para él resulta más raro no estar en el panteón y que seguramente para su hijo, su madre y hermano también lo es. Entre bromas, dice que seguramente sus familiares fallecidos preguntarán por él cuando no está. Por ello, cada día de trabajo y sin excepción alguna, pasa por la pila principal para darles el buenos días y buenas tardes. A final de cuentas, sabe que es cosa de tiempo para que él también comparta junto a ellos ese espacio de tierra.

Morelia, Michoacán (OEM-Infomex).- Mientras los familiares dirigen porras y canciones en honor a Esmeralda, un grupo de cinco sepultureros se apresuran a terminar el “servicio”. Con la mezcla previamente preparada, van colocando uno a uno a los ladrillos. El proceso les lleva un tiempo aproximado de 12 minutos. Tras concluir, no dicen una sola palabra, simplemente hacen un ligero gesto a los presentes y se marchan.

Jesús Arturo Sánchez González lleva 20 años trabajando como sepulturero en el Panteón Municipal. Se justifica, dice que no es que sean fríos, sino que más bien están acostumbrados a la muerte, como la muerte a ellos. Explica que en ocasiones tienen el trabajo saturado y deben hacer los entierros en tiempo récord.

Si se le pregunta si después de 20 años todavía se conmueve, admite que solo cuando se trata de niños. “Ahí sí hay un nudo en la garganta”, confiesa. Pero cuando la muerte alcanza a personas mayores, considera que es distinto, como más normal.

Jesús no recuerda cuál fue primer entierro ni tampoco su primera exhumación. Ríe y dice que eso fue hace muchos años. “Todos son lo mismo”, sentencia. Lo que sí, asegura, es que nunca dejan de portarse serios con los familiares, de mostrarles el respeto que la ocasión amerita.

Al Panteón Municipal ya no le queda espacio. Todos los lotes están ocupados y en tierra no cabe nadie más. Ahora solo están disponibles las gavetas, donde los cuerpos permanecen por un periodo de 6 años, posteriormente son exhumados y los restos son entregados a los familiares.

Pese al evidente abandono en que se encuentran algunas tumbas, la categoría de perpetuidad impide que sean espacios liberados. Jesús dice que es inevitable no pensar en la muerte, en el momento en el que a ellos también les tocará.

¿Qué es la muerte?, se le pregunta. Titubea, dice que está difícil el cuestionamiento. Reflexiona unos segundos y concluye que es cuando uno descansa, cuando ya nada vuelve a ser igual porque dejará de convivir y ver a toda la gente.

Todos pensamos en eso, sobre todo nosotros como sepultureros. Aquí lo que marca la diferencia es el tener un lugar para ser sepultado y ya no andar sufriendo, porque nos toca ver a familias que batallan por no hallar espacio o porque no les gustan las gavetas

Pero nada. Jesús afirma que ser sepulturero es como todo, como cualquier otro trabajo. Y alguien lo tiene que hacer. Eso sí, confiesa que siempre sigue al pie de la letra el consejo que todos los días le da su familia: “Llévatela tranquila, para que todavía no te toque”.

“Ahí estaré con ellos”

“Ya me voy mi niña”, con esa frase se despide de ella todas las mañanas y con un beso de por medio sobre la imagen. Adrián Ruíz Melgarejo aclara que no es devoto, pero admite que es un proceso que le gusta hacer todos los días con la Santa Muerte.


Sabe que es lo único real y seguro que tienen todos los seres humanos: la muerte. Dice estar tan familiarizado a ella, que no le da miedo. De repente piensa en la manera en que se irá, pero hasta ahí. Tiene 56 años de edad y 25 de trabajar en el cementerio.

Este trabajo, apunta, te hace resignarte a lo que prosigue. “Al panteón llega de todo” dice que es la ley de vida. Piensa que uno debe estar preparado, tener su lugar listo. Aunque su familia le refuta argumentando que eso es “estarse adelantando”, él lo mira más como una medida de prevención.

Adrián no acepta que se diga que los sepultureros no entienden el dolor ajeno. En el mismo Panteón Municipal, cuenta que tiene enterrado a su hijo, a su madre y a un hermano. “Yo ya pasé por eso, cómo no voy a saber lo que se siente”.

Cuando comenzó a trabajar en este lugar, fue designado para el área de mantenimiento, pero comparte que siempre le llamó la atención lo que hacían los sepultureros. Insistió por varios años, hasta que en el año 2000 fue removido y designado para enterrar y exhumar muertos.

Desde su primer servicio, confiesa que no le costó adaptarse y que difícilmente se sorprendía. A lo mucho, quedó perplejo cuando miró un cuerpo que provenía de los Estados Unidos y que se mantenía intacto pese a los años transcurridos.

Pero también habla de las consecuencias, como aquella vez que adquirió una infección por su permanente contacto con cadáveres. “La realidad es que tenemos poco equipo de trabajo, no hay lo adecuado. En una ocasión, tras terminar una exhumación, me comencé a sentir muy mal, tenía mareos y no podía mantenerme en pie”.

Al asistir al médico y luego de los estudios pertinentes, el diagnóstico fue contundente: su cuerpo poseía 6 millones de bacterias. La atención en el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) fue insuficiente y por fuera terminó gastando cerca de 10 mil pesos.

Los espíritus y situaciones anormales, es otra cosa a la que se deben acostumbrar los panteoneros. “Alguna vez estaba sacando un cuerpo de una capilla y al momento de jalar el ataúd, sentí mucho escalofrío, como si alguien me quisiera agarrar. Me vine para atrás, pero lo que hice fue hablarle, decirle que no le iba hacer nada, que solamente estaba reacomodándolo para que pudiera descansar junto a sus familiares”.

Ante lo inexplicable, considera que solo queda hacer caso omiso, “no sacarte de onda” porque si no sería imposible seguir trabajando en esto. Adrián refiere que el cerebro de un sepulturero trabaja a mil por hora, pues al llegar a casa, es inevitable repasar lo sucedido en el día: los llantos, las voces y lamentos.

Pero también se hace costumbre. Confiesa que para él resulta más raro no estar en el panteón y que seguramente para su hijo, su madre y hermano también lo es. Entre bromas, dice que seguramente sus familiares fallecidos preguntarán por él cuando no está. Por ello, cada día de trabajo y sin excepción alguna, pasa por la pila principal para darles el buenos días y buenas tardes. A final de cuentas, sabe que es cosa de tiempo para que él también comparta junto a ellos ese espacio de tierra.

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